sábado, 11 de diciembre de 2010

EL GRAN CONCURSO DE NAVIDAD

Érase una vez en una ciudad muy contrariada, donde las verduras sabían como las golosinas, la gente se divertía en el trabajo y no les pagaban, y al contrario, con la feria, la ciudad estaba muy contenta que significa que estaba triste.

Esto sólo se podía solucionar el venticinco de diciembre, en Navidad, antes de las doce de la noche. Sólo lo podía hacer el niño elegido porque tenía en su poder el amuleto de la suerte más poderoso del mundo. El crío se llamaba Raúl y ya conocía el poder del amuleto. Se le pasaron los días hasta Navidad.

Un día antes se fueron de excursión con el colegio a ver los Picos de Europa. De repente, en medio de la excursión le cayó, como por arte de magia, un pergamino en las manos en el que destacaba que el próximo día no le sonreiría la suerte del amuleto y también ponía que si quería salvar a su ciudad tendría que ganar uno de los cien concursos que había en la feria ese día y que sólo tendría una oportunidad. Volvieron al autocar y mientras la ventana estaba abierta un gran tornado sopló y se llevó su amuleto. Al parecer nunca más iba a tener su suerte. El tiempo pasó lentamente hasta que llegó el día de la Navidad.

Rápidamente, Raúl, fue a la feria donde estaban los cien concursos. Raúl vio a una mujer mayor con una herida grave en un brazo. La mujer le pidió que participase en el concurso número 83, porque si ganaba conseguía un botiquín y le curaría el brazo con él. Raúl pensó que era muy probable que ese no fuese el concurso acertado, pero, como de todas formas no iba a encontrar el acertado, pensó que era por una buena causa.

Iba a empezar el concurso, eran las diez, consistía en correr una maratón. Raúl se fijó que todo el mundo a su alrededor era muy musculoso, y al parecer grandes atletas. Empezó la maratón, iba el último, y los demás cada vez le sacaban más ventaja. Creyó que no conseguiría su objetivo pero no desesperó. Cuando quedaban doscientos metros y sólo veinte segundos para las doce, tropezó y cayó en un río de mantequilla que llegaba hasta la meta, de esta forma ganó. Pero ya eran las doce y un segundo. Era tarde. Cogió el botiquín y curó a la anciana, y le dijo que ella había escrito la carta. Y aunque no había elegido el concurso adecuado, le dio todo para curarla.


La anciana también le dijo que ella era la creadora del amuleto, y que ya no lo necesitaba, pues él era el dueño de su propia suerte, la suerte estaba dentro de él.

Había salvado la ciudad por el mero hecho de ser generoso. Ahora Raúl podría salvar a la ciudad de cualquier catástrofe.

David de Castro.